El mundo natural que hoy conocemos en España, está sujeto a la evolución que ha tenido en los últimos dos millones de años. Una evolución que va con el ritmo de las estaciones.
Para que la vida fluya y sea constante, se tienen que dar una serie de acontecimientos naturales previos. El clima tiene que desarrollarse de forma natural y regular durante todas las estaciones del año. Quiere esto decir, que para que la vida siga de forma regular en la primavera siguiente, durante el otoño y el invierno, las precipitaciones en forma de lluvia y de nieve tienen que ser regulares.
Las abundantes precipitaciones que se dan en forma de lluvia durante el otoño en el ecosistema mediterráneo, paran la sequía estival y cargan los acuíferos. Las precipitaciones que se dan en invierno en forma de lluvia y de nieve, recargan los acuíferos y llenan las fuentes y hacen correr los arroyos.
El agua que se almacena en las capas freáticas (acuíferos) y en las fisuras de las rocas (acuíferos aislados) van a mantener con vida a la flora durante los dos meses de verano, y van a hacer posible que esta fructifique durante la estación y el otoño. Van a mantener llenas las fuentes y los manantiales, para que la fauna siga habitando las manchas.
El agua que caiga en primavera, servirá para mantener el flujo de los arroyos y las fuentes, y para regar la vegetación. Pero no para recargar los acuíferos, arroyos y fuentes. Si estas recargas no se producen en otoño y en invierno, llegaremos a la primavera con un déficit hídrico, que va afectar de forma muy negativa a toda la vida del monte en los meses sucesivos.
La flora, por evolución, está capacitada para soportar de forma natural sin sufrir daños, durante uno o dos periodos, en los que las precipitaciones sean inferiores a las normales. En los años sucesivos, regulares, las condiciones naturales se restablecen y el monte no tiene ninguna merma.