Durante las últimas semanas del mes de noviembre y las primeras de diciembre, las manchas de quejigos se cubren con los colores del otoño. Son los últimos bosques caducifolios, mediterráneos, que van a protagonizar el último espectáculo de luces y de colores, en las laderas de las sierras bajas del centro de La Península Ibérica.
El día llega nublado y templado. Hace apenas una hora que ha dejado de llover. En la ladera vemos un bosque de quejigos mixto, en el que habitan encinas, enebros de la miera, fresnos, cornicabras y algún roble melojo.
Cuando se elaboró el Catálogo Nacional de Montes Públicos del Estado en 1862, este monte estaba catalogado como un robledal-quejigar con encinas, enebros y cornicabras. En la actualidad, después de 153 años, en el monte sólo quedan dos manchas mixtas de quejigos, y ejemplares dispersos entre las encinas y los enebros.
Dos pequeños gazapos descansan y observan el panorama...
Junto a dos largos quejigos me detengo unos instantes observando el panorama... Después de las lluvias que hemos tenido al comienzo del otoño, los arroyos todavía no llevan agua.
Los rojos frutos de la nueza están en su punto. Petirrojos, zorzales y mirlos los van a consumir en los días venideros, y van a extender esta especie por el monte.
Ahora paso por una zona casi llana, donde el suelo es profundo. Aquí se mezclan los grandes quejigos, de tonos verdes y ocres, con las grandes encinas.
Camuflado entre las ramas altas de una encina, un cárabo me observa mientras le hago unas fotografías... Cuando caiga la tarde, empezará el día para él.
En las laderas orientadas al norte, donde la incidencia del sol es menos agresiva y la humedad en el suelo dura más, los quejigos forman importantes manchas casi puras, acompañados de abundantes arbustos nobles que dan frutos.
Dependiendo de la especie de avispilla que infecta las yemas del quejigo, donde pone sus huevos, así serán las agallas. Estas que vemos ya son viejas, son del otoño pasado. En la primavera de este año salieron las nuevas avispillas.
En esta zona de escasa pendiente y de suelos profundos, el monte cría importantes pastos muy apreciados por la ganadería extensiva.
Posada en el tronco de un quejigo centenario, observo a una hembra de pito real... Durante un buen rato observa todo lo que ocurre en la zona. Después se deja caer en el suelo, cerca de un hormiguero, y comienza a consumir hormigas.
El quejigo es un árbol que en situaciones naturales llega a formar manchas casi puras. Cuando es joven, agradece muy bien la protección de las encinas y de los enebros, hasta que su amplia y densa copa los sobrepasa, pues es de crecimiento más rápido, y los termina matando con su sombra, para que en el futuro no compitan con él.
Las templadas temperaturas y la humedad que hay en el suelo del monte, hacen posible que muchos invertebrados desarrollen su vida a lo largo del día. Entre las hojas caídas de los quejigos veo a un buen ejemplar de milpiés.
Los quejigares que existen en la actualidad en La Comunidad de Madrid, están en un estado lamentable... Sus dimensiones han quedado muy reducidas y dispersas. Las pequeñas manchas casi puras, han renacido de cepa hace apenas 30-50 años, después de las últimas cortas que se hicieron para madera, leñas y carbón vegetal.
Entre los musgos que habitan en el tocón, se desarrollan líquenes de la especie Cladonia fimbriata. Una variedad de liquen que sólo se da en los bosques lluviosos.
Aquellos muros históricos que protegieron las dehesas de los abusos de La Mesta, delimitan hoy importantes manchas forestales con un considerable valor ecológico, económico, cultural y social.
En el manantial que medra en el arroyo, veo a varios pájaros del bosque bebiendo y bañándose. Hago un alto en el camino y me oculto entre unas matas para observar el panorama... A los diez minutos aparece una familia de mitos, seguidos de un par de herrerillos comunes... Un mirlo anda entre las matas dando la nota, pero no se decide a entrar. Intuye mi presencia. Sin hacer nada de ruido, aparece un herrerillo capuchino y se deja caer en la orilla...
Las nubes se han cerrado completamente. El ambiente en el monte es de misterio... De fábula.
Un pinzón común, vestido con las plumas del invierno, se detiene unos instantes en la orilla del pequeño arroyo.
Las densa mancha de quejigos no deja que prosperen los matorrales de jaras y de brezos. El monte natural, sin la ayuda del hombre, hace imposible que los incendios forestales se desarrollen aquí.
Los días nublados con ligeras brumas, ponen ese punto atlántico es este monte mediterráneo. Una especie de árbol que ha evolucionado entre las encinas y los robles, teniendo su propio ecosistema en la geografía ibérica.
En las zonas húmedas y soleadas, donde las variadas herbáceas se desarrollan bien, crecen las setas Melanoleuca cognata. Esta especie que llega a ser abundante algunos otoños.
La situación ambiental y climática de este año, no ha sido nada regular ni beneficiosa para estos montes. Han sufrido un invierno y una primavera muy seca; un verano muy largo que se implantó a finales de mayo, en el que afortunadamente se produjeron algunas tormentas, que pararon la desecación y la muerte de muchos árboles; y un otoño que termina seco y frío. Un clima extremo nada natural, que está acabando con los árboles en un periodo muy corto de tiempo. Esto, en la evolución del mundo natural no ocurre.
En el cielo veo la silueta de tres tres milanos reales. Van a la caza de pequeños y medianos vertebrados, o algún animal muerto. Uno de ellos, al llegar a mi altura, vuela dos veces en círculo y se va con los otros.
En nuestros días, apenas quedan zonas donde se pude ver el paso natural del ecosistema mediterráneo al atlántico, pasando por el quejigar.
La luz cálida del sol atraviesa las hojas del quejigo. Ponen ese punto de contraste en la inmensa catedral del bosque.
En el claroscuro del arroyo veo a un zorzal común buscando gusanos y semillas en el suelo. En los últimos años, ha bajado mucho el número de zorzales que invernan en estos montes.
Debido a la calidad de la madera de estos árboles, en el pasado fue muy demandado para la construcción de casas y barcos, de toneles y carros, de leñas y carbones... Una gestión que se basó en la sobreexplotación de estos bosques, que hipotecó su futuro en varios siglos y generaciones.
Las pequeñas y amargas bellotas del quejigo, son muy apreciadas por la fauna. Son consumidas incluso antes de caer al suelo.
Entre las luces y las sombras del monte, veo a una paloma torcaz buscando y consumiendo bellotas. Estas palomas consumen las bellotas enteras.
Observando el panorama de la mancha... Uno se imagina como sería esta con quejigos centenarios. Un panorama que nuestra generación, ni las dos próximas, van a tener el privilegio de ver.
Medio tapado por las matas, siento la presencia de un jabalí... Me detengo un instante y consigo verle. Es un buen ejemplar solitario, sin escudero. Viene hozando el suelo húmedo y mullido del monte. Atrapando todo tipo de invertebrados, setas, raíces y pequeños vertebrados que perciba con su morro o su olfato. Al sentir mi presencia, se queda inmóvil. Después se va muy tranquilo en otra dirección.
Desde el interior de una pequeña gruta, por la que pasaron y habitaron algunos de los primeros pobladores de Madrid, hace más de cincuenta mil años, observo un paisaje muy parecido al que contemplaron aquellos hombres y mujeres.